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Un largo callejón sin salida

Pedaleando en la Amazonía
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Hola, pedalistas.

Volvemos con una nueva entrega desde “Los kilómetros”, una cicatriz de concreto que cruza la selva en el sur de Colombia; entre Leticia, la capital del Amazonas, y Arara, un resguardo habitado por indígenas ticunas.

Allí pedaleamos más de cincuenta kilómetros por una carretera casi siempre solitaria, y caminamos otros diez entre árboles muy altos, arbustos, serpientes y un calor sofocante. Todo esto para contar un dilema que enfrenta el desarrollo y la conservación en el llamado pulmón del mundo.

Este es el tipo de historia que quiero seguir compartiendo con ustedes en este nuevo año. Si les gusta, por favor, compartan y recomienden en sus redes. Si no, pueden quejarse con el flaco que suda detrás del mostrador.

Sírvanse.

Kilómetro 25 de la carretera Leticia-Tarapacá: el fin del camino. Foto Juan Felipe Rubio.

Los jóvenes de Arara se están matando: aprovechan cualquier descuido de sus familias, se encierran en sus alcobas o se van a los patios de las casas, y con una buena cuerda se ahorcan. En esta comunidad de trescientos hogares, ubicada junto al río Amazonas, más de cien indígenas ticunas se han quitado la vida en los últimos veinte años. Aquí, al sur de Colombia, muchos prefieren colgarse antes que esperar la llegada de un futuro improbable.

Los viejos del pueblo, alarmados por esta epidemia de muertes prematuras, piensan que el impulso suicida es de origen foráneo. Aseguran que este caserío, habitado por indígenas venidos de Brasil y Perú, conoció el alcohol y las drogas apenas en este nuevo siglo, cuando esos vicios modernos llegaron desde Leticia, una ciudad ubicada 30 kilómetros al otro lado de la selva.

—Ahora hay muchos cambios, ya no es como en tiempos pasados —se lamenta Camilo Manuel, un indígena de 66 años que durante dos décadas fue el curaca de Arara, el líder político y social de esta comunidad—. Los jóvenes se rebelan, no escuchan a sus padres. Muchos se quieren ir lejos y cuando vuelven ya no son iguales.

Hace 55 años los ticunas levantaron sus casas de tablas en este predio, junto a una quebrada que lleva ese nombre, sobre la margen norte del Amazonas. La mayoría vive de la fariña, una harina gruesa y amarilla que extraen de la yuca brava. También cultivan plátano, piña, papaya, caña y asaí. Durante medio siglo los ticunas han vivido aislados, pues sólo dos arterias difíciles les permiten entrar y salir de su caserío: el río ancho y proceloso; y la Ruta 8501, una carretera que ha cruzado 25 kilómetros de selva para conectar el Trapecio Amazónico con el resto de Colombia.

La vanguardia de esta vía inconclusa, donde ahora mismo trabajan varias cuadrillas de obreros, avanza con ruido de máquinas a sólo cinco kilómetros de Arara. Allí un letrero color naranja señala el fin de la obra, pero eso no es del todo cierto: en unos pocos años, si la construcción continúa, las sierras eléctricas, las excavadoras y el concreto van a irrumpir entre las callejuelas arenosas de esta comunidad, y su vida apacible cambiará para siempre.

Vista aérea de la comunidad indígena de Arara. Foto Juan Felipe Rubio.

El Trapecio Amazónico es la porción más austral del territorio colombiano. Mide diez mil kilómetros cuadrados y fue cedido por Perú tras dos eventos: el Tratado Salomón-Lozano, que definió el límite entre los dos países y fue firmado por ministros de ambos en 1922; y una guerra fútil, que ocurrió diez años más tarde, entre 1932 y 1933. Así Colombia accedió al río Amazonas y a la ciudad de Leticia, habitada entonces por cuatro mil personas, entre peruanos y brasileños.

Esta zona tuvo siempre un interés militar y comercial, pues sus arterias fluviales permitían diversas rutas entre los países de la triple frontera, incluido Brasil. Para aprovechar esa ventaja estratégica, en agosto de 1964 la firma de abogados Recio Constaín Asesores presentó al gobierno colombiano una propuesta de carretera para conectar Leticia con Tarapacá, otro puerto ubicado 175 kilómetros al norte, sobre el río Putumayo. La zona, que se había sumado a la nación gracias a la guerra y la división, tenía ahora una oportunidad de integración.

Los autores de esta propuesta criticaban el desinterés del gobierno por la periferia, y su foco excesivo en el interior urbano del país. “Colombia no ha captado aún la importancia de sus recursos naturales del trópico. Y por ello el abandono de sus fronteras”, dice el documento técnico. El país entonces, desangrado por los combates entre el ejército y las guerrillas, privilegiaba lo militar y descuidaba lo civil. El Amazonas, concluyeron los autores de la propuesta vial, sufría “la consecuencia del equivocado criterio de abandono de los territorios”.

La futura Ruta 8501 prometía ventajas para la productividad nacional y el intercambio comercial con la región: un mercado común amazónico. Para lograrlo, el Estado colombiano debía mejorar su puerto sobre el río Amazonas, en Leticia; donde además se sugería crear un puerto libre. Y en paralelo debía construir esa carretera que eventualmente uniría la selva con el resto del territorio. Hecha la infraestructura, esta región podría exportar a los vecinos madera, ganadería, pesca, aceite de palma, cacao, yuca, piña y otros productos.

Una de las últimas curvas de la vía. Foto Juan Felipe Rubio.

El trazado de la vía estuvo mucho tiempo en manos de contratistas privados, pero desde 2016 pasó al Instituto Nacional de Vías, una agencia oficial adscrita al Ministerio de Transporte. Hasta hoy sólo han construido 25 kilómetros desde Leticia hacia el noroccidente, casi paralelos al río Amazonas, hacia la vereda de Arara, donde la calzada de concreto se interrumpe en un claro de tierra rojiza rodeado de árboles que pueden superar los treinta metros de altura. Allí varios obreros trabajan bajo el sol para concluir el último tramo aprobado por los ingenieros. 

En la primera mitad de la ruta, más o menos hasta el kilómetro 13, el tráfico es frecuente; pero va menguando a medida que el curso se aleja del perímetro urbano. Al principio se ven buses, automóviles y motos que transportan a los pasajeros en ambos sentidos. En ese tramo abundan los puestos de comida, varios hoteles ecológicos y pequeños clubes con piscinas. Pero más adelante, cuando la vía se adentra en la selva, el viaje se vuelve solitario entre el monte crecido. Cada tanto se ven los portones de algunas fincas privadas. Y sólo algunos perros desprevenidos o serpientes de colores brillantes cruzan la calzada de un lado a otro.

La Ruta 8501, paralela a la frontera con Brasil, se proyectó en el marco de la llamada Alianza para el Progreso, una iniciativa de cooperación internacional promovida por el gobierno de John F. Kennedy, que duró toda la década del 60 y canalizó inversiones en Latinoamérica para frenar el auge comunista impulsado por la revolución cubana. Si la obra se concretaba, el Trapecio Amazónico podía conectar a Colombia, siempre por vía terrestre, con ciudades como Iquitos, en Perú; y Manaos, en Brasil. Pero este proyecto ambicioso ni siquiera ha logrado satisfacer necesidades domésticas.

Hoy Leticia, la capital del departamento Amazonas en Colombia, sobrevive como una isla: hasta allá sólo es posible viajar en avión; o someterse a una navegación que puede durar días o semanas a través de los muchos ríos que cruzan esa vasta geografía. La selva colombiana atrae cada vez a más turistas extranjeros: norteamericanos y europeos que aterrizan en un aeropuerto renovado pero con poco tráfico, para luego llenar los hoteles y los restaurantes de la ciudad mientras recorren la periferia en busca de una breve y cómoda experiencia selvática.

Don Camilo Manuel en la maloca de Arara. Foto Juan Felipe Rubio.

Camilo Manuel, vestido con un pantalón viejo y una camisa raída, sigue sentado bajo el enorme techo de la maloca, una choza sagrada donde la comunidad de Arara celebra ritos diversos. Allí bailan en ocasiones felices, o convocan asambleas para discutir su futuro colectivo. Camilo levanta la mirada y evalúa con orgullo la estructura de la obra, construida por ellos mismos con troncos y palma; pero cambia el semblante cuando recuerda el motivo de esta conversación. Aunque no conoce el trazado de la nueva carretera, él teme que su chagra, donde cultiva yuca y piña, quede pronto partida en dos. Por eso prepara otro lote de tierra ubicado lejos del caserío.

A pesar de la amenaza, Camilo abriga cierto optimismo: piensa que la obra es necesaria y traerá ventajas, pero tiene dudas y admite que también puede haber peligros.

—Los abuelos estamos pensando en esa carretera —dice preocupado—. Pueden llegar cosas difíciles para nosotros: robos, vicios, violencia. Tenemos que pensar cómo nos defendemos. Con la carretera va a llegar gente que no conocemos.

Cuando no está cultivando en su chagra, Camilo fabrica lienzos con cortezas de árboles y los pinta con pigmentos naturales, para luego vender esa artesanía en varias tiendas de Leticia. Con las manos teñidas de un violeta intenso, recuerda que en su juventud, cuando no tenían motores, él y sus vecinos debían navegar hasta la ciudad a puro remo: seis o siete horas de viaje. En los años 60, dice, esta comunidad fue la primera que recibió turistas cuando empezaron a llegar cada tanto en busca de danzas tradicionales y artesanías sin intermediarios: collares, pulseras. Camilo también está preocupado por los suicidios.

—Ahora hay mucho alcohol, mucha droga —confiesa apenado—. Pero eso no es de nosotros, sino que viene de afuera a maliciar a los jóvenes. En mi casa no ha habido suicidios porque doy consejos a mi familia. Atacamos ese problema con espiritualidad. Aquí algunos jóvenes se han ido a trabajar en la carretera. Después traen plata de su trabajo y toman alcohol. Cuando yo era joven no se tomaba tanto como ahora.

Viviendas y vecinos de Arara. Foto Juan Felipe Rubio.

El viejo dice que este pueblo siempre ha sido sano: solo han visto a las guerrillas por televisión. Cuando menciona este tema, advierte que con la carretera también pueden llegar a Arara las primeras armas. Y a este riesgo hipotético se suma otro seguro: la deforestación. Para construir lo que falta de vía tendrán que tumbar muchos árboles.

—Ese sí es un problema grave —reconoce Camilo.

Arara resume la tensión que palpita entre el desarrollo y la conservación. Muchos aquí quieren la carretera por varias razones. Con ella, dicen, se facilitará el transporte de las cosechas hacia el mercado de la ciudad. 

—Aquí la salida es muy dura —se queja Camilo—. Cargamos los productos hasta el río; hay que madrugar y gastar tres horas para llegar hasta Leticia. Y cuando venimos de regreso, llegamos de noche. En lancha se gasta mucha plata en transporte.

La nueva vía permitirá que cualquier indígena tome el primer bus que pase por allí, y les dará a los ticunas acceso a las escuelas, a la universidad, a nuevas fuentes de empleo y al hospital de la capital regional. Hace unas semanas un niño murió mordido por una serpiente, muy lejos del antídoto. La navegación azarosa a través del Amazonas, y de la quebrada que da nombre al pueblo, depende de la temporada: el nivel del agua sube en invierno y baja en verano. Entre agosto y diciembre, cuando suele haber sequía, no se puede transportar nada pesado. 

Camilo Manuel no conoce la Ruta 8501. Aunque es más difícil, él prefiere moverse por el río.

—No sé si alcance a ver esa carretera. La verán mis hijos y mis nietos.

Obras en la vía. Foto Juan Felipe Rubio.

Andrés Varona, un biólogo y botánico nacido en Cali, vive desde hace 14 años en el kilómetro 22,8 de la carretera. Él, como casi todos aquí, suele ser preciso cuando ubica un punto a lo largo de la vía. Varona, de 43 años, siempre quiso proteger una reserva natural; hoy posee 18 hectáreas y media de bosque, con un 90 por ciento en buen estado de conservación. 

—Allí hacemos investigación y estudios de las especies de árboles que tengo —explica desde su oficina en un instituto de investigaciones científicas—. El plan es que lleguen investigadores para trabajar con aves, mariposas, hormigas, termitas. Mi idea es transmitir mis conocimientos en botánica a diferentes investigadores.

Cuando Varona se mudó a Leticia, hace veinte años, la Ruta 8501 llegaba exactamente hasta el kilómetro 19 con 300 metros. Durante todo este tiempo la vio avanzar lentamente. 

—Ha habido falta de planificación —dice Varona—. Y creo que esa carretera nunca se va a hacer, por varias razones.

El biólogo menciona las dos más importantes: el Parque Nacional Amacayacu, una amplia reserva natural decretada en 1975, cuyos dominios incluyen el recorrido de la carretera; y los resguardos indígenas, unas amplias porciones de tierra protegidas por la Constitución nacional que están bajo el control de distintas etnias como propiedad privada y colectiva.

—Estos factores protegen a la selva contra la carretera. Sería muy difícil hacerla porque pasaría por encima de todas las quebradas que nacen en el Trapecio Amazónico. Ambientalmente hay una justificación para no construir. 

El Consejo Suramericano de Infraestructura y Planeamiento, Cosiplan, es una instancia de discusión política y estratégica que planifica e implementa la integración de la infraestructura en Suramérica. Está integrado por los ministerios de infraestructura y sus equivalentes, designados por los Estados miembros de la Unión de Naciones Suramericanas, Unasur. Entre los proyectos del Cosiplan, dice Varona, no figura la Ruta 8501. 

Un nuevo estudio realizado por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Unep), asegura que los proyectos de infraestructura para el transporte planificados en 137 países podrían afectar los hábitats de unas 2500 especies alrededor del planeta. Los trópicos, incluida Colombia, son las zonas con mayor riesgo. Hoy las carreteras de este país suman más de 206 mil kilómetros entre distintas regiones.

El nuevo gobierno de Colombia, presidido por el ambientalista Gustavo Petro, de momento ha dicho que sólo construirá vías secundarias a partir del kilómetro 25 en la Ruta 8501, hasta llegar a las comunidades indígenas que habitan la zona. Y con ellas promete discutir la continuación del proyecto.

—Una carretera en la selva tiene implicaciones nefastas porque aumenta la deforestación, facilita el acceso a los recursos y la extracción —confirma Varona—. Muchas especies desaparecen, aumenta la cacería, la pesca y la contaminación. Un lugar urbanizado no vuelve a ser como era.

Fin de la carretera. Foto Juan Felipe Rubio.

Los ticunas de Arara poseen en su resguardo 12.308 hectáreas de tierra protegida, y esperan sumar otras 45 mil en los próximos años. Para cruzar esa vasta porción verde, el gobierno colombiano debe someter la obra a un plebiscito donde los indígenas decidirán si quieren o no la vía. Redín Salvino, un técnico agropecuario de 31 años; uno de los pocos jóvenes que logró salir de este caserío para estudiar en Leticia, ha trabajado en proyectos de conservación y cruza con frecuencia el camino que conecta la carretera con Arara a través de la selva. Redín lleva siempre un machete en la mano e identifica los árboles mientras camina bajo su sombra.

—Este es bueno para curar la fiebre. Aquel de allá, ese alto, sirve para hacer canoas. Y este para construir remos —explica, mientras avanzamos agobiados por el calor y la humedad.

Si consultan a toda la comunidad, Redín piensa que esa elección la ganarán los jóvenes. 

—Con la carretera pueden ser más libres —asegura—. Ellos quieren tener su moto, su vehículo, moverse. Algunos se han ido y no han vuelto. Se van porque se aburren, o buscan aventura. Muchos quieren seguir estudiando, pero sus padres no pueden ayudarlos. Eso los desmotiva.

En Arara hay varios bachilleres y reservistas que han pasado por el ejército, pero el pueblo no tiene ningún empleo para ofrecerles. Son pocos quienes han logrado sobresalir después de terminar la universidad en Leticia, tras conseguir algún apoyo para continuar sus estudios en la ciudad. A pesar de los obstáculos, cada vez más indígenas de distintas etnias se van a Leticia.

Redín Salvino entre la manigua. Foto Juan Felipe Rubio.

Redín piensa que la carretera puede cambiarles la vida a todos. Algunos muchachos del pueblo han trabajado como obreros en la construcción y ese salario les ha permitido levantar sus casas. Él mismo, que trabaja de forma ocasional con organizaciones ambientales, con reporteros o con turistas, podría beneficiarse. Pero Redín también abriga temores. Mientras observa a unos vecinos que desentierran yucas del suelo terroso, recuerda que al pueblo han llegado “varios locos”: aventureros sin invitación. La guardia indígena, un grupo de defensa armado sólo con bastones de madera, pero con mucha autoridad, los ha devuelto por el mismo camino. Varios en el pueblo han sugerido instalar un retén para vigilar a quienes lleguen.

Como muchos en la comunidad, Redín está alarmado por la ola de suicidios, un fenómeno que se está presentando en otras comunidades de la Amazonía colombiana. Ubicado en un punto medio, considera que detrás de esos actos puede haber una mezcla de desesperanza frente al futuro e influencias nocivas que llegan desde el mundo exterior.

—Sólo este año se mataron cuatro seguidos, uno detrás del otro —admite Redín con alarma—. Ha habido hasta ocho en un solo año, jóvenes casi todos. Eso es un impacto para la comunidad. 

Los ticunas, como muchas otras etnias, creen en los presagios. Redín recuerda uno que pronunció el abuelo Orobio Angarita, un anciano que murió hace varios años.

—Él dijo que íbamos a ver cosas extrañas, que la comunidad ya no iba a estar unida. Y es verdad, eso está pasando. Ahora los mayores convocan a reuniones y llegan poquitos, los mismos de siempre. No es como antes. Ya no acuden todos.

Puede que los cambios estén llegando hasta Arara gracias a los nuevos accesos, que rompen su aislamiento histórico. Puede que el reguetón, los teléfonos móviles, la televisión satelital, internet y las redes sociales estén moldeando a las nuevas generaciones de una forma inesperada y nociva. O tal vez la carretera sea sólo una excusa para justificar el cambio que se ha estado incubando desde hace mucho tiempo y por otras vías. Un cambio que en este punto resulta indetenible.

El Pedalista a punto de cruzar un puente. Foto Juan Felipe Rubio.

Y eso es todo por ahora, amigos. Seguimos en la ruta.

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Sinar Alvarado