Hola, pedalistas.
Hace cuatro semanas no hablábamos, y espero que hayan extrañado estos despachos. Al mismo tiempo confío en que puedan habituarse a este nuevo ritmo de entregas mensuales. Porque otro compromiso me reclama.
Durante los próximos meses dedicaré mis mañanas a un proyecto que me ha costado concluir. Ahora mismo, por primera vez en mucho tiempo, las palabras necesarias fluyen sin esfuerzo, incluso con gracia, y necesito mantener esa cadencia. Más adelante les contaré de qué se trata.
Mientras tanto seguiremos viajando en busca de nuevas historias que contaré desde la ruta. La de hoy fue un verdadero reto físico, pero logramos completarla desde la zona más seca y ventosa de Colombia.
Sírvanse un buen vaso de agua helada y disfruten.
Veinte chivos se arrodillan por turnos para beber agua de un charco fangoso: los últimos litros de un jagüey casi seco. Angie Flórez, una wayúu joven y elocuente, los mira con resignación desde la orilla, rodeada de niños curiosos; todos guarecidos bajo la escueta sombra de un cují. Son las diez de la mañana y el sol de La Guajira ya cae vertical sobre la tierra erosionada.
Beben esa agua y se enferman. Los chivitos nacen flacos, pequeños, a veces muertos, se queja Angie, con la mirada puesta en las manchas de colores que adornan las panzas de los animales.
No hablamos de mascotas: los chivos son la base de la subsistencia para los wayúu, un pueblo dedicado al pastoreo desde hace varios siglos. En las zonas rurales de La Guajira, las familias migran muchos kilómetros hasta conseguir agua para su rebaño. Si tienen chivos, los hombres solteros pueden entregar unas decenas como dote antes de casarse: una forma de demostrar respeto y compromiso hacia la familia de la novia. Quien tiene chivos puede vender varios y comprar una moto, ropa o cuadernos y libros para sus hijos. Quien tiene chivos y hambre puede sacrificar uno y comer su carne frita con arroz.
Esta mañana, a cien metros del jagüey sobre una torre de acero, las aspas de un molino giran con el viento que llega desde el desierto. Pero la tubería del mecanismo se averió hace dos años, nadie ha venido a repararla y ya no surte agua para esta comunidad, llamada La Lagunita.
Angie, que vive de fabricar chinchorros y mochilas bajo un arbusto en el centro del caserío, es también ama de casa y debe cumplir cada día con la misma rutina. Por la mañana despierta muy temprano y despacha a sus hijos en moto hacia un colegio cercano, y se pone a tejer o a limpiar cuidando siempre el agua de forma escrupulosa.
Mientras el viento agita su manta, Angie se protege del sol con la mano y mira hacia arriba, para ver las aspas del viejo molino en su incesante giro ocioso. Sin bajar la vista repite: tenemos sed, tenemos sed, tenemos sed.
Reyes, el hermano mayor de Angie, no habla español. Pero a través de ella, que sí, ofrece café y camina para prepararlo en la cocina: un espacio cercado con palos y alambre bajo un techo de zinc, donde arden varios leños en un fogón sobre la arena suelta. Desde allá, a los gritos, Reyes informa que tiene 46 años y desde hace dos pedalea hasta veinte kilómetros diarios para traer agua desde Majali, una comunidad vecina. Dice también que tuvo 16 hijos, pero seis murieron al nacer y quedaron diez. En los últimos cinco años 285 niños guajiros murieron por causas ligadas a la falta de agua.
Pero los hermanos no están del todo jodidos, dice Reyes, porque sus paisanos en Majali tienen un molino que funciona, un pozo a 70 metros bajo tierra y un tanque que surte a 500 personas de cinco asentamientos aledaños. Por las tardes una procesión de niños, hombres y mujeres llega hasta allí para surtirse de la única fuente cercana. Muchos van a pie o en burro, cuenta Reyes. Pero él tiene su bicicleta. Con una tira de caucho, sobre la parrilla trasera, sujeta la pimpina vacía y empezamos a pedalear hacia ese chorro.
El Estado apenas figura en estas lejanías. Toda la infraestructura que le da agua a Majali lleva logotipos de USAID, la agencia de Estados Unidos que financió las obras. La pesada bicicleta de Reyes, vital para el transporte del agua, llegó también como un aporte para su comunidad.
La sed tiene categorías, y la Organización Mundial de la Salud las ha clasificado según la distancia. Lo más grave es el “no acceso” al agua potable, que sucede cuando las personas viven a más de un kilómetro del suministro. Los habitantes de La Lagunita —veinte adultos, treinta niños y veinte chivos— tienen el grifo a unos cinco kilómetros por una trocha arenosa. Por allí cruzamos detrás de Reyes, que viaja a un ritmo difícil de seguir. En ocasiones las llantas se hunden en las dunas, la bicicleta da bandazos hacia los lados y cuesta mantener el rumbo. Un par de veces tenemos que bajarnos para caminar. Él, sonreído, casi se burla de la situación.
¿Cómo se resuelve esta sequía estructural? La mitad de la población en La Guajira, casi medio millón de personas, vive repartida en el campo; muchas de ellas en pequeñas rancherías incontables. Solo el 4 por ciento de esa masa tiene acceso a agua potable. Llevarla hasta sus comunidades distantes es una obra de ingeniería prácticamente irrealizable; al menos para el presupuesto de este país con ingreso medio.
El gran problema es la dispersión, dice Weildler Guerra, un antropólogo guajiro. Por eso la alternativa es recurrir a fuentes no convencionales: pozos, molinos de viento, jagüeyes y tanques para guardar la lluvia escasa que cae sobre la zona más seca de Colombia.
Ya hubo algo así: a mediados del siglo pasado, bajo el gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla, la estatal Proaguas coordinaba el suministro en toda La Guajira. La empresa, recuerda Guerra, tenía vehículos, geólogos y técnicos que instalaban y mantenían los pozos en las comunidades. Pero en los años noventa, con las privatizaciones, todo se acabó. Muchos molinos, como el de La Lagunita, se convirtieron en chatarra oxidada y carcomida por el salitre.
Por eso Reyes, desde hace dos años, está obligado a pedalear para surtir un tanque de 250 litros que guarda en su cocina junto a media docena de pimpinas. De sus piernas depende la familia, incluidos los diez hijos que le quedan.
Otra solución para esta tierra árida sería la represa de El Cercado, ubicada en el río Ranchería, el más importante del departamento. El proyecto debía ofrecer agua a la población, pero terminó dedicado a la agroindustria. Para colmo el afluente más importante de ese río, el arroyo Bruno, fue desviado por El Cerrejón, una empresa minera, para sacar el carbón que duerme bajo su cauce. Los wayúu culpan a la explotación por la mengua de sus arroyos y sus pozos.
El uso de los recursos naturales debería respetar prioridades, me dice Gregorio Mesa, abogado y director del Grupo de Investigación en Derechos Colectivos y Ambientales (GIDCA) de la Universidad Nacional de Colombia. Primero está el uso humano, después la preservación, luego la reserva y por último el aprovechamiento económico, me explica. Pero en La Guajira el orden se ha invertido: primero el aprovechamiento económico del agua, en particular para la minería.
Los indígenas, según Mesa, tienen herramientas para defenderse. Hay acciones administrativas frente a las autoridades municipales, departamentales y nacionales. Pueden hacer solicitudes a los organismos de control (Contraloría, Fiscalía, Procuraduría, Defensoría) y a las distintas autoridades ambientales para que faciliten el acceso al agua. Hay acciones judiciales, sentencias de la Corte Constitucional que les dan la razón, y acciones de cumplimiento y desacato que exigen a las autoridades cumplir. Pero esta es la pelea de David sediento contra Goliat y su bufete de abogados.
El agua como derecho fundamental está conectado a otros. Sin ella el derecho a la alimentación, a la educación, al trabajo y a la vida misma están en juego.
Reyes es campesino y solía cultivar un huerto, pero la sequía lo acabó. También es pastor, pero la escasez de agua dificulta la cría de los chivos. No hay agua para saciarlos y falta tiempo para dedicarse al rebaño. La principal ocupación de Reyes ahora y hasta nuevo aviso es el ciclismo de supervivencia.
Después de mediodía, antes de llenar la pimpina en Majali, Reyes se sienta bajo un árbol y responde algunas preguntas. La más dramática y divertida es sobre su actividad frenética. ¿Has soñado con el agua?, pregunto y dice que no, nunca. Pero sí sueño que pedaleo, admite. Es una obsesión que tengo, confiesa. Y hasta creo que pedaleo dormido, dice entre carcajadas.
Reyes por fin se levanta y busca su bicicleta, desata la pimpina, la llena hasta el tope en un chorro y la amarra con fuerza a la parrilla trasera. Después, sin mayor rito, se despide, apoya sus alpargatas sobre los pedales y se aleja con agilidad por la trocha agreste.
Y eso es todo por hoy, pedalistas. Si disfrutan este boletín, los invito a recomendarlo en sus redes. Cuantos más seamos, más respaldo habrá para seguir viajando.
Nos vemos en la ruta.
Buscando agua en La Guajira