
¡Hola! ¿Qué tal?
Vuelvo por aquí con una crónica viajera que marida dos de mis gustos: ciclismo y buen café. Hace unas semanas viajé en bicicleta al ancho valle del río Magdalena, y de ahí subí al páramo por una vía bella y cambiante que todos en Colombia deberían recorrer al menos una vez. Eso sí, vayan por turnos y compórtense, porque esta zona contiene un naturaleza tan espléndida como vulnerable. Entre las tierras bajas y calurosas, y las crestas de las montañas más elevadas y frías, a media altura abundan los arbustos que producen distintas variedades de cafés especiales. Un producto que ahora sale de estas tierras con más facilidad gracias a la carretera reciente, por donde llegan también cada vez más visitantes curiosos.
De eso y más va esta historia. Sírvanse.
El largo ascenso al volcán Nevado del Ruiz empieza en tierras llanas, entre las ruinas de un pueblo que fue arrasado por su última erupción: Armero, a 350 metros sobre el nivel del mar, junto al caudaloso río Magdalena, fue la capital agrícola y ganadera de esta zona; en las estribaciones de la Cordillera Central, una de las tres ramas de los Andes colombianos. La cumbre de esta ruta, muy frecuentada ahora por los ciclistas, no puede verse desde el inicio. Pero se intuye: a la planicie tórrida del valle, antes de que amanezca, desciende cada mañana una brisa fresca de montaña que huele a hojas verdes y se desvanece con los primeros rayos del sol.


Durante décadas, los ciclistas han trepado estas laderas cubiertas por una vegetación exuberante donde predominan los cultivos de café. El ascenso tradicional es de 80 kilómetros y va desde el cercano pueblo de Mariquita hasta el Alto de Letras, a casi 3700 metros, en la frontera de páramo que divide dos regiones: Tolima y Caldas. Pero hoy miles de viajeros quieren probar un nuevo recorrido, en la carretera pavimentada más alta de este país escarpado. Poco más de 100 kilómetros comunican ahora el valle del Magdalena con el Alto del Sifón, a 4150 metros sobre el mar y en las faldas del volcán, por una vía que hace apenas dos años acabó con el aislamiento de este rincón fotogénico y lo conectó con el país y el resto del mundo.
Seducido por la aventura, yo también quise subir en bicicleta, y me preparé con largas vueltas alrededor de Bogotá, la capital donde vivo, ubicada a 2600 metros de altura. El entrenamiento fortaleció mis piernas, pero la cordillera propone sobre todo un reto mental; una entereza que busqué mientras empezaba la escalada a principios de junio. Con las primeras luces del día, los árboles junto a la carretera iban desapareciendo y dejaban lugar a los arbustos de café plantados con simetría, un cultivo tenaz que se aferra a las pendientes como los ciclistas más testarudos.
En estas tierras de altura media, cerca del pueblo de Líbano, está la finca de Mallerly Salazar, hija y nieta de campesinos cafeteros. Su parcela mide sólo tres hectáreas, pero le bastan para cultivar 18 mil plantas y producir un grano que ha ganado premios entre los mejores de esta región. “Crecí viendo café: cómo lo recogían, lo despulpaban y lo trillaban. Ahora nosotros hacemos todo el proceso, de la semilla a la taza”, dijo Mallerly sentada en el café que abrió hace año y medio. Cuando dice “nosotros” incluye a su esposo, otro cultivador que llegó desde Caldas con más conocimiento y amor por la infusión. Para ser consecuentes, la pareja llamó a su marca “Enosi”, que en girego significa “unirse”.
Bajo ese sello producen más de ocho mil kilos de café al año, pero el proceso para llegar hasta allí tomó tiempo. “En 2013 empezamos a trabajar la tierra que heredé de mi familia, y nos enamoramos de los cafés especiales, de los sabores”, contó Mallerly entusiasmada. Desde entonces ha tomado los cursos de tostión y catación que ofrece la Federación Nacional de Cafeteros, un gremio que reúne a miles de productores en todo el país. “Así entrené el paladar, conocí a catadores y recibí conocimiento. Tuve varios guías y con el tiempo pensé que podía guiar a otros. Ahora en nuestra cooperativa local he educado a muchos colegas en un laboratorio donde perfilamos el café”. Esta formación la ha recibido en Bogotá, en viajes que eran largos, caros y difíciles cuando la carretera que pasa por aquí era un camino rústico. Cuando la gente se iba de esta tierra alguna vez violenta y ningún turista se asomaba por aquí.
Mallerly busca abrir un nuevo mercado en Manizales, una ciudad ubicada más allá del volcán, a unos 100 kilómetros por la nueva arteria. Ahora trabaja para aprovechar su suerte, que empezó a cambiar cuando abrió el café, más o menos durante la apertura de la vía. Desde entonces la demanda internacional ha llegado hasta su puerta. “Nuestro café ganó en la última feria como el mejor de Líbano, y vino gente de afuera a comprar: de Japón, China, Brasil, España, Canadá. Esta vía ayuda a sacar el café y facilita que vengan nuevos compradores”, dijo con una sonrisa.
El pavimento oscuro de la vía serpentea entre curvas agudas mientras gana altura, con un tráfico escaso que permite avanzar en la bicicleta sin temor a los camiones que abundan en otras rutas del país. Los fines de semana pasan por aquí vehículos que venden sus servicios de compañía a los ciclistas; y también motociclistas que ofrecen bebidas, alimentos, reparaciones menores o un poco de aire para las llantas. A ratos, sobre la orilla, aparecen pequeñas tiendas donde uno puede detenerse para comer algo antes de continuar.
En la franja media del ascenso, un piso tropical ubicado entre el valle y las cumbres cubiertas de nieve, los campesinos se protegen del sol con sombreros y recogen el café maduro a mano, animados por canciones que viajan desde sus teléfonos hasta el borde de la carretera. Con ellas, invisibles pero notorios, llegan además los olores que desprenden las plantas: un amplio abanico de perfumes que se obtienen con la siembra de árboles frutales entre las hileras de cafetos: guanábana, maracuyá, mandarina.



Líbano, el primer pueblo importante en el camino, con 45 mil habitantes, fue una antigua aldea indígena colonizada a mediados del siglo XIX por agricultores venidos desde el costado occidental de la cordillera, donde confluyen las tres regiones del Eje Cafetero: Caldas, Risaralda y Quindío.
Cuando uno pedalea durante horas con sosiego, el ajetreo comercial de esta población surge abrupto y recibe al ciclista con una profusa oferta de restaurantes, hoteles, panaderías y cafés que han proliferado desde que se inauguró la carretera. Con su plaza central llena de árboles y una iglesia alta y bien iluminada por las noches, Líbano está ubicado a 1570 metros, y desde su fundación el café ha sido el producto principal: hacia abajo y hacia arriba, en fincas que se propagan como parches verdes entre las montañas, los sembradíos producen los granos que nutren la actividad económica del pueblo. No existe en la ruta un lugar más adecuado para detenerse a desayunar, llenar los bidones de agua, estirar las piernas y prepararse para afrontar el segmento más agotador de la subida.
Alrededor de los 2000 metros de altura están las tierras de los Salinas, tres hermanos que crecieron en la periferia del volcán dedicados a sembrar papas. A principios de este siglo la violencia entre guerrilleros y paramilitares los desplazó de esas tierras elevadas, y en 2010 compraron una finca más baja donde ahora producen hasta dos mil kilos de café especial cada año. Al principio ignoraban casi todo sobre el fruto, pero con el tiempo lograron avances importantes. “La primera cosecha marcó 72 puntos. Ahora estamos por encima de 85”, contó Fernando Salinas, el menor, un martes por la mañana después de un fin de semana agitado.
Pero completar la cosecha es un trabajo arduo: el camino entre la finca y la carretera pavimentada es un sendero rústico que deben recorrer con mulas. “Tenemos cuatro, y cargamos cada una con cien kilos de café cada vez que sacamos la producción. Tenemos que hacer varios viajes”, dijo. A esa hora una veintena de ciclistas elogiaban su café en tazas de porcelana, mientras compraban bolsas del grano para llevar y compartían anécdotas de la ruta que habían recorrido el día anterior, al final de un lunes festivo.
El Café Salinas está ubicado junto a la iglesia de Murillo, el pueblo más alto del Tolima, a 3000 metros. Los hermanos abrieron el local en 2018 con sólo dos mesas y seis sillas, pero el turismo se disparó con la carretera nueva. También ayudó un video de la marca nacional de bicicletas GW, que fue grabado en estas montañas el año pasado. “Tuvimos que ampliar el negocio. Ahora caben 50 personas sentadas”, contó Fernando cuando el flujo de clientes bajó por la tarde. Él y sus hermanos, como muchos productores de Colombia, recibieron cursos de la Federación Nacional de Cafeteros, y el resto del conocimiento lo adquirieron por su cuenta. “Hay que escuchar al árbol y ponerle atención a la naturaleza”, dijo con una sabiduría sencilla.
En las ferias recientes, el café de los Salinas alcanzó el top 50 entre 1200 cultivadores de café especial de todo el país. Su calidad y su reputación, junto al acceso que les ha dado la ruta, ha traído clientes desde Bogotá, Manizales, Medellín, Cali y otras ciudades. Pero también han llegado viajeros internacionales. “Ha venido gente de Holanda, Francia, Bélgica, Estados Unidos. Algunos incluso han ido caminando con nosotros hasta la finca”, dijo Fernando con orgullo.
Él y sus hermanos son los únicos cafeteros de Murillo que tienen una tienda donde venden su producto. “El gran cambio ha sido el turismo, la cantidad de gente que ha llegado. La economía mejoró mucho”, dijo. Pero los Salinas no viven sólo de los visitantes: en este pueblo frío y de casas coloridas tienen 20 o 30 clientes locales, vecinos que han aprendido a consumir café de calidad. “Aquí la gente estaba acostumbrada a vender su café bueno y a consumir café industrial muy malo. Pero eso está cambiando”, contó Fernando.
El grano de los hermanos Salinas viaja por la vía hasta Líbano, allá lo tuestan y vuelve a subir la carretera de vuelta para molerlo y venderlo fresco en la tienda, donde se detienen los ciclistas y el resto de los viajeros para calentarse el cuerpo con una buena taza de café humeante.
Pero en los últimos meses surgió un obstáculo: el alud turístico puso en riesgo la integridad ambiental del volcán nevado, que pertenece a un parque natural protegido, y un juez ordenó limitar el flujo de vehículos que pueden atravesar el páramo cada día. Los visitantes, dijo Fernando, se redujeron en un 70 por ciento, y los comerciantes de la zona han sufrido el golpe. “Hoteles, restaurantes y nosotros los cafeteros sentimos la crisis. Estamos conversando con las autoridades para ver qué otras medidas menos radicales se pueden implementar”, dijo esa tarde.
El ascenso en bicicleta es más exigente cuando se alcanza el páramo. Entre Líbano y Murillo el entorno se vuelve más rural, entre desfiladeros que permiten ver cuánto se ha subido: allá abajo, decenas de kilómetros atrás, el río Magdalena brilla y fluye por el ancho valle entre las cordilleras. En un falso llano que precede al segmento más elevado del recorrido, aquel día dos ciclistas iban y venían en el único kilómetro plano de todo el trayecto. Por encima de los bosques asomaban los picos cubiertos por nubes espesas.
Una sucesión de curvas cerradas, entre caídas de agua cristalina y árboles que convierten la vía en un túnel verde, conduce a Murillo y atraviesa el pueblo, que funciona también como un mirador privilegiado donde puede verse imponente el Nevado del Ruiz, a veces coronado por una discreta fumarola. Murillo es el último punto donde uno puede detenerse otra vez para comer y comprar provisiones antes de encarar el ascenso definitivo. De aquí en adelante la vegetación se transforma, y en las laderas húmedas sólo prosperan el pasto y los frailejones, una planta en forma de torre que forma batallones de tallos erguidos en las grandes alturas.
El paisaje rumbo al Alto del Sifón, en una travesía que incluye los últimos 50 kilómetros, se vuelve cada vez más inhóspito y sobrecogedor. El oxígeno escasea y cuesta respirar; el corazón y los pulmones ruegan por un ritmo moderado. La llovizna es frecuente y a veces asoma un sol tímido, pero el clima cambia en pocos minutos y la temperatura puede acercarse a cero. El volcán y las montañas que lo escoltan transmiten una fuerza descomunal. Hasta los más descreídos sentimos aquí la presencia de algo superior: una energía que conmueve e invita a la reverencia. Entre las últimas curvas, solo y en completo silencio, acompañado apenas por el sonido leve que producían las ruedas sobre el pavimento mojado, por una garganta altísima discurría esa tarde el río Lagunillas, el mismo que arrastró toneladas de agua y lodo en la última erupción, hasta arrasar Armero y 25 mil personas a su paso.
Aquella tarde el pedaleo me calentó el cuerpo y abrió una breve ventana de oportunidad para detenerme en la cumbre sin morir congelado, y apreciar desde allí la belleza del lugar junto a la carretera. Dos vehículos con turistas abrigados pasaron y tocaron sus bocinas para celebrar mi logro. Con ánimo y gratitud les devolví el saludo, y enseguida me quedé otra vez solo en la inmensidad de la cordillera. La niebla viajaba rápido impulsada por un viento helado, y la carretera a ratos desaparecía bajo la bruma. En ese punto la base del ascenso y el recorrido no pueden verse, pero se intuyen: lejos y atrás palpita la belleza natural, el esfuerzo tozudo y las historias de resistencia productiva que abundan en esta ruta, y que están al alcance de cualquiera con espíritu aventurero y un buen par de piernas.
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* Una versión de esta historia en inglés se publicará en la revista británica Cherry Bones.
Arrexhisimo!
Que lindas fotos. Dan ganas de ir!
Cuanto tiempo tardó el recorrido total?